viernes, 29 de abril de 2011

HELMUT

Fotografía: Juanjo Fernández

Ayer llegué con mariposas en el estómago, esa manera eufemística con que se llama a los vulgares nervios. Subía las escaleras del hotel Tirol media hora antes de comenzar el acto. El hall estaba oscuro. Miguel, el director, me confesó apurado que tenían un problema técnico que estaba en vías de solución. ¿Pero que pasa? Dudó, y después dijo con cara de circunstancias que no hay luz en todo el edificio. ¿Ni los generadores? Nada. Acepté la invitación de Ana, la ejecutiva de ventas del hotel, para tomar algo en el irlandés de al lado. Ella estaba más atacada que yo. La verdad es que siempre he confiado en la suerte, no sé por qué. Una vez más no me falló. El técnico solventó el problema y el acto comenzó con normalidad. Desde aquí mi gratitud al Tirol.
Una vez dentro todo salió perfecto, así que como me enseñó mi madre, voy a proceder a los consiguientes agradecimientos, como en los oscars.
Al hotel Tirol, a Ediciones Atlantis, claro y a su representante de ayer, Carlos Mas, un gaditano estupendo, al público asistente, familiares y amigos, por supuesto, a los que a última hora no pudieron ir, a los que nunca pensaron en ir pero me apoyan, a la gente que a través de internet me anima para seguir con esto, a... no sé, a todos, y en especial, a Gervasio Posadas, que ayer me dedicó unas palabras que hicieron que esas mariposas de mi estómago desaparecieran al instante.
Besos para todos. Y ahora permitirme la pedantería de incluir un parrafillo de Helmut:

No soy distinto a nadie, no soy más que nadie porque escriba libros. Yo escribo libros, bien, pero no sé arreglar un grifo cuando gotea y yo no le pido un autógrafo al fontanero cuando viene a mi casa a repararlo. Vivimos en un mundo absurdo y enfermo de vanidad.

lunes, 25 de abril de 2011

LECCIÓN SIN DISCURSO

Desde mi ventana estoy viendo jugar al tenis a un padre con su hija adolescente. Ella va monísima con su minifalda ceñida y sus calcetines con bolitas a juego con una camiseta sin mangas. Desde aquí se ve que sus zapatillas son especiales para la tierra batida, porque deslizan lo justo y evitan lesiones. Lleva, claro, una muñequera para quitar el sudor de la cara y otra para evitar que se le escurra la raqueta. Hace sol, así que luce gorra y cola de caballo. Su raqueta es de fibra de carbono con chip incorporado.
El padre tiene más de sesenta y menos de setenta. Lleva barba y pelos de loco a juego. Porta chándal setentero. El pantalón largo no lo ha debido encontrar en el armario porque lo ha sustituido por uno corto, uno negro desvaído, con bolsillos inutilizados por sendos agujeros. Me fijo en sus calcetines, altos hasta la rodilla, y con dos rayas, una azul y otra roj... espera, no, uno no tiene rayas. Las zapatillas son una mezcla entre alpargatas y espardeñas de color y materiales inidentificables a cierta distancia. Debe tener, por cierto, algo que ver con Austria porque juega al tenis tocado con un sombrero tirolés de pluma corta. Su raqueta es de fibra, sí, pero de las que usaba Nastasse.
Él ni se mueve del fondo de la pista. Ella va de un lado a otro. Él parece que juega despacio. Ella parece machacar la bola con cada golpe. Él golpea en silencio. Ella grita con cada drive. Él apenas suda. Ella tiene que reponer líquido cada diez minutos.
Acabó el partido. Se saludan.

Mi padre ha estado viviendo una semana conmigo y la última noche me dijo antes de irse: "hijo, me he estado fijando estos días y he visto que tiras demasiadas cosas". Después se metió en su tartana y se fue a su casa.
Hoy, mientras veo el final del partido de tenis, he pensado en ello. Resultado: 6-0, 6-0.

jueves, 14 de abril de 2011

MI MINUTO DE GLORIA

Ayer dijeron en la televisión que estamos en un anticipo del verano, y para corroborarlo, ilustraron la noticia con imágenes ad hoc, o sea, la playa de la Concha repleta de bikinis, las costas levantinas como si fuera agosto y, por supuesto, un paseo por el Retiro madrileño para mostrarnos lo saludable que es el calorcillo y su influencia en la vida de la ciudad. Un jubilado con un cucurucho de papel en la cabeza refrescándose en una fuente, un grupo de veteranas rellenitas paseando por la sombra mientras se airean con abanicos de los chinos y, claro, parejas sentadas en la hierba dándose un revolcón. También pude ayer ver otra cosa distinta de lo habitual: me vi a mí mismo. Estaba con una mujer de pelo negro y rizado, muy guapa, ambos con gafas de sol. Nos reíamos frente a dos jarras de cerveza y un plato de aceitunas en la terraza del estanque. Teníamos las manos unidas sobre la mesa. Ajenos a la grabación, me sorprendí al verme cómo la besaba. Fue una escena discreta, aunque cuando uno es el protagonista, se siente algo ridículo.
El reportaje acabó. Pasaron cinco minutos y sonó mi móvil. Ya sabía quien era, así que no lo quise coger. Lo dejé sonar hasta que saltó el buzón de voz. Después de meditar unos minutos, escuché el mensaje con la sensación de saber lo que decía. "Recoge tus cosas y lárgate". Acerté.

miércoles, 13 de abril de 2011

LA EMBAJADORA DE...

Ya en la recepción previa a la cena, noté que me miraba. Entré canapés y copas de champán , sentía sus ojos clavarse en mi espalda. Su marido, el embajador de..., no pudo asistir por encontrarse fuera del país, y en representación, fue ella, la embajadora, un putón verbenero conocido por todo el cuerpo diplomático.
No sé si fue el azar o la mala intención del jefe de protocolo el que dispuso que, durante la cena, la embajadora de... se sentara a mi lado. Ya sabía que en su juventud había sido un bellezón y ahora, la verdad, a sus cincuenta años (dato por aproximación), mantenía aún una imagen espléndida.
Durante el primer plato quedó claro que sólo quería hablar conmigo, y que al otro compañero de mesa, un coreano vegetariano, no le iba a hacer ni caso. He de decir que era muy divertida, y tan desenvuelta que la cena estaba siendo un placer poco habitual en esos ambientes. El problema vino cuando la embajadora me puso la mano en la pierna por debajo del mantel. Comenzó a tantear, como calibrando la dureza de mis músculos, supongo que haciendo comparaciones no sé con quien. Subía y bajaba la mano mientras que con la otra comía con naturalidad la cola de un bogavante. Yo estaba incómodo por temor a que la gente se diera cuenta. Una vez superado su examen, me miró, y con dos palmaditas en el interior de mi muslo me dio un aprobado que ratificó con un gesto de aceptación.
No, lo siento, pero no pasó nada. Ella sólo probó suerte, y como vio que no estaba interesado, cambió de estrategia. Me encanta la gente que no se complica la vida. Ya en la despedida, mientras me ponía el abrigo, la volví a ver. Bajo una intensa nevada, le estaba dando instrucciones a su chófer mientras se metía en un Mercedes oscuro con la bandera de... conducido por un tipo elegante de pelo blanco.
Y no sé más. Voy a mirar cual es el siguiente acto oficial y os cuento.

viernes, 8 de abril de 2011

EL FANTASMA

Al salir del taxi, el portero me ayudó con la maleta. Se metió en el hotel mientras yo sacaba los dólares que tenía mezclados con euros en la cartera. Un botones ya estaba en recepción esperando con la maleta en un carro. Terminé con lo mío y me dispuse a entrar. Subí la escalera alfombrada y, al llegar a las puertas automáticas de cristal, comprobé que no se abrían. Detrás de mí subía una señora y, al llegar arriba, las puertas se le abrieron con normalidad, lo que aproveché para meterme tras ella. El caso es que me quedé con las ganas de comprobar qué había fallado. Volví entonces sobre mis pasos y me coloqué debajo del sensor de apertura. Nada. Me moví de un lado a otro para accionarlo, sin conseguirlo. De pronto, un botones pasó a mi lado corriendo, con prisas, y las puertas se le abrieron sin problemas. Lo intenté de nuevo y, qué raro, conmigo no funcionaban. El portero salió también con precipitación, y detrás de él, dos o tres clientes. A todos se le abrían las puertas menos a mí. Pero, ¿dónde va todo el mundo con tanta prisa?
A través de las puertas de cristal vi llegar una ambulancia de esas enormes típicas de Nueva York. Frenó con violencia frente al hotel. Dos enfermeros sacaban una camilla con la celeridad que requiere una urgencia, mientras un médico corría hacia mi taxi, que aún permanecía allí. Se metió dentro y al poco rato hizo un gesto para que sus compañeros se calmasen, habían llegado tarde, no había nada que hacer.
Entonces, desde aquella cárcel de cristal, pude ver, incrédulo, como sacaban mi cuerpo del taxi y lo metían en una bolsa de plástico negro.

Han pasado tres años y aquí sigo, encerrado en éste hotel de Nueva York, un cliente perpetuo. Si vienes, búscame.

jueves, 7 de abril de 2011

LAS COSAS BIEN HECHAS

Artículo para tenemoslapalabra.com

Escrito por Rafael Caunedo
Jueves 07 de Abril de 2011 00:00

Me acabo de sentar en un banco del parque y no sé si aguantaré mucho porque es incomodísimo. Mi intención es leer un rato mientras mi perro olisquea el culo a sus semejantes, pero en vista de que mi espalda no encaja en ésta horma, me lo voy a replantear. Compruebo, por si acaso, que todo se debe a un problema de fabricación o simple deterioro. Nada, que no, lo mire por donde lo mire, el banco está nuevo, no parece que haya nada roto, ninguna madera suelta o tornillo flojo. Tampoco cojea. A lo mejor es que el que está mal hecho soy yo, o que me hago mayor, no sé. El caso es que mi espalda no logra acoplarse a la forma del respaldo. Las tablas se clavan en las vértebras, y las posaderas, lejos de relajarse, se encallecen.

Ya está, no hay otra posibilidad, esto va a ser un problema de diseño, o dicho de otro modo, está mal pensado. Supongo que detrás de su proceso de fabricación hay un concienzudo trabajo de pensadores y gurús de la ergonomía, meses enteros dándole al cerebelo para dar con la clave en sesiones larguísimas de exámenes y ensayos. He de pensar que ellos mismos se habrán sentado en los modelos de prueba para confirmar las bondades o los defectos. A la vista está que no los han detectado porque, después de testados, puedo confirmar que los bancos de mi parque son una tortura. Y me da pena decirlo, porque no me suelo quejar, pero es que hay que ser muy torpe para fabricar un banco incómodo.

Y claro, con el trasero hecho un cromo y la espalda necesitada de un buen masaje, a uno le da por pensar en la cantidad de cosas que están hechas sin pensar.

Jahn Gehl es un arquitecto y urbanista danés, y dice que las ciudades se están construyendo sin pensar en las personas, o sea, mal. Si lo dice él, yo me lo creo, y si uno se repasa sus proyectos te entran ganas de llamarle para que se dé una vuelta por aquí.

Yo tampoco quería pensar a lo grande, pero claro, uno puede vivir con una papelera mal diseñada, que ya me las arreglaré yo para tirar el papel en otro sitio, pero otra cosa es cambiar de ciudad o de tipo de vida de un día para otro por la falta de criterio de unos iluminados. Dicen que Copenhague es la ciudad mejor pensada para la felicidad de las personas porque prima los intereses de los niños sobre los del 4 x 4. Aquí, a veces, se intuyen buenas intenciones, generalmente con miras electorales, pero aunque son de agradecer, tienden a ser escasas. No es que quiera ver de pronto mi ciudad llena de zonas peatonales, con árboles en las azoteas y carril bici en cada calle, no, de verdad que no, pero si pensáramos un poco en el futuro, no construiríamos tan mal como lo estamos haciendo. Mal y feo, porque las edificaciones de hoy son sosas, aburridas, amazacotadas y…, no sé… ¿horribles? Ya no digo funcionalidad, que supongo la tienen, sino sentido común. He llegado a oír casos sangrantes en los que presupuestos millonarios sólo han servido para levantar bravuconadas de arquitectos estrellas que, por el bien de su cuenta bancaria, montan proyectos espectaculares sin pensar en el servicio al que van a ir destinados. No hay problema de dinero, les dicen, y claro, se dedican a poner chorradillas que lucen mucho pero que luego no valen más que para molestar, desviar la atención de lo importante o jorobar la accesibilidad.

Nos ha dado ahora por elevar la altura de las ciudades. Una ciudad sin torres altas no es lo mismo. Hoy, para pintar algo en los negocios tienes que tener la oficina allá dónde es necesario hacer trasbordo de ascensores para llegar. Miles de tíos subiendo y bajando a diario en esas torres. Los llaman edificios inteligentes, y si te lo propones, puedes estar el día completo sin salir de ellos. Restaurantes, gimnasios, spa, guarderías… ¿Dónde trabajas? Yo, allá arriba, sólo que hoy no se puede ver porque hay nubes bajas. Y lo curioso es que son autosuficientes porque si lo que pretendes es salir a la calle para estirar las piernas, apenas tienes sitio que no esté ocupado por jardines que no se pueden pisar para no estropear las flores. Qué bonito queda éste tulipán debajo de esa mole de acero y cristal. Una pena.

Y luego sales de trabajar y te vas a casa. Lo llaman zona residencial, que no es más que una fila de chalets todos iguales enfrentados a otra fila de chalets todos iguales y comunicados por jardincillos todos iguales. Está bien, me gusta, pero ¿qué haces cuando sales de casa? Ah, cojo el coche y me voy. No lo entiendo. Eso sí, veo bares y terrazas, como si la única alternativa de ocio fuera el tapeo. Que conste que me encanta, vale, como también me gusta ir a una sala de música pequeña y coqueta donde el ayuntamiento ofrezca regularmente conciertos de música de cámara como en otros países. Eso, por poner un ejemplo, pero podría seguir.

Va a ser verdad eso de que construimos mal y sin sentido, un esfuerzo absurdo. A veces me gustaría que el mundo fuera perfecto, aunque tal vez la cosa funciona porque precisamente no lo sea. En fin, no sé, no tengo la espalda como para ponerme a filosofar. Este banco me está matando.

miércoles, 6 de abril de 2011

LA MIRADA


En los conciertos del Auditorio, mi amigo C. y yo jugamos a descubrir parejas entre los miembros de la orquesta. En el descanso hacemos apuestas que después nunca pagamos. C. suele jugársela sin arriesgar. Su intuición la deja en manos de las sonrisas. Dice que una sonrisa entre dos personas es el auténtico gesto de complicidad. Yo, por mi parte, me baso en la mirada. Por lo general suelo detectar romances con sólo fijarme en los ojos. Antes de empezar el concierto, cuando los músicos entran en el escenario, mi amigo y yo nos fijamos en cómo salen. Si lo hacen por parejas o en grupos, hablando o en silencio. C. se fija en la risa, sí, y yo en los ojos. La mirada lo es todo. El otro día, por ejemplo, entre el público del Teatro Real que veía una ópera de Philip Glass, vi a una pareja muy acaramelada. Me fije un buen rato, y pensé, son amantes. En el descanso, cada uno sacó su móvil e hizo una llamada. Yo, siempre mal pensado, ya sabía la excusa que estaban poniendo en casa.

lunes, 4 de abril de 2011

EL SECRETO

Todos tenemos algún secreto. Claudia también tenía el suyo. Estaba en 3º de B.U.P., en el viaje a Holanda, caminando en grupo por las calles de Amsterdam, riendo por tonterías y echando el ojo a cualquier tío en bicicleta que rondara los dieciocho. El grupo era numeroso y ruidoso por lo que despertaban la perplejidad de las tranquilas terrazas. Qué le vamos a hacer, somos latinos. Al pasear por un mercadillo, Claudia se lió a comprar regalos para toda la familia, a cada cual más feo y barato. Se vio de pronto cargada con una bolsa bastante incómoda de llevar, así que decidió volver al hotel. Subió al cuarto piso, y al abrirse la puerta del ascensor, pudo distinguir a su profesor de matemáticas y a la de inglés entrar juntos en la misma habitación. Lo vio normal. Lo que ya no eran normales eran los gritos de ella a los dos minutos. Con certeza absoluta, Claudia supo que estaban haciendo el amor. No se lo podía creer, ambos casados y con hijos.
Lo ocultó en el baúl de los secretos y no se lo comentó a nadie, discreción ésta poco habitual en esa edad, pero que en ella resultaba creíble. Fue su secreto y lo llegó casi a olvidar hasta que en junio vio con desilusión el suspenso en matemáticas. Su padre se iba a cabrear un montón, la castigaría sin vacaciones y encima se quedaba sin la Vespa.
Entonces, con la cabeza apoyada en el cristal de la ruta, se le ocurrió utilizar su carta oculta. Fue aquella la única vez que Claudia utilizó el chantaje para beneficiarse de algo.
Por cierto, la Vespa la eligió negra con el sillón en color ante.

viernes, 1 de abril de 2011

EL ALCOHOL

Un día probé a escribir un relato totalmente borracho. Según terminé pensé que había escrito una obra maestra. Al día siguiente, al releerlo, resultó ser más bien un auténtico tostón. Largo como él sólo, inconexo e indudablemente indigesto porque vomité al llegar al quinto folio. Lo conservo guardado en el cajón de los esperpentos por si algún día vuelvo a caer en la tentación.
La filosofía de bar es patética si una de las partes mantiene aún la sobriedad. Cuando ambos están al mismo nivel etílico la cosa cambia, es como si te crecieras y te vieras de pronto capaz de formar parte de ese abstracto conglomerado de intelectuales, de esos que tienen la solución para acabar con la crisis, aunque al día siguiente alguien les sonroje recordándoles las memeces que dijeron después del quinto whisky.
El famoso ensalzamiento de la amistad entre copas, lo veo sano siempre que el sentimiento sea recíproco, sino, el tema puede terminar a tortas. Las cosas buenas hay que decirlas aunque vayas con un pedo del tres. Sienta muy bien eso de escuchar a un amigo decir que te quiere. Claro que, tampoco hay que caer en el dramatismo, como a esos que les da por abrazar a todo aquel que le pille en un radio de dos metros.
El alcohol, en su uso lúdico, es, definitivamente, bueno para el espíritu y perjudicial para el cuerpo. Eso sí, lamento comunicar que es la peor alternativa para llegar hasta la inspiración. Nunca llegué a entender a aquella generación de escritores norteamericanos que asociaban literatura y alcohol. Yo, con resaca, a lo más que llego es a recordar con dificultades la contraseña de mi ordenador.