martes, 28 de junio de 2011

ÉL

Me estoy tomando una cerveza en un café vienés. Miro distraído el folleto de la obra de teatro que voy a ver. De pronto le veo. Entra despacio, sacudiéndose la nieve del abrigo. Lleva un maletín de cuero curtido. Se sienta en la mesa del fondo. Viste de negro. Todo en él es negro, todo excepto su pelo. Tantos libros suyos leídos, tantas obras de teatro presenciadas, tantas exposiciones, tanta visita a Viena… tanta. Qué pena que haga más de veinte años que haya muerto. Yo le sigo viendo, es ese de ahí. Se está tomando un té mientras lee el periódico. Está esperando la hora de la representación, como yo. Estoy por acercarme a su mesa y hablar con él. Seguramente me ignore. Se acerca ya la hora de salir. Él termina su té y se va sin pagar. Va a pasar junto a mí. Debo aprovechar el momento y decirle algo. Cuando está a menos de dos metros de mi mesa, me levanto y extiendo la mano hacia él. Se para, me mira, me escruta… y sigue adelante atravesándome sin decir nada. Todo ha sido muy rápido. Pago mi cerveza y salgo corriendo al teatro. Le veo caminar sin dejar huellas en la nieve. Me siento extraño. En el teatro, el acomodador me informa que está prohibido entrar a la sala con maletín ¿Maletín?, ¿qué maletín?

viernes, 24 de junio de 2011

LAS VIBRACIONES

Ayer fui a hacerme una foto para renovar el pasaporte. Me senté delante de una tela blanca y la fotógrafa me pidió que sonriera. Lo hice por no llevarla la contraria. Luego me dijo que me asomara a la pantalla del ordenador para comprobar si me gustaba el resultado. No me gusta mucho, la verdad, la dije, ¿puedo repetir? Claro, por supuesto. Me senté de nuevo, ahora dispuesto a utilizar mis escasas dotes de actor. Sonría, por favor... Y entonces surgió un Problema porque la dije que no quería sonreír. No pudo entonces disimular su enojo. Según me contó, su psicoanalista le había recomendado el mes pasado que sólo debía recibir buenas vibraciones y desde entonces había decidido no hacer fotos a personas serias. Pero oiga, es que a mí no me apetece sonreír. Pues vaya a otro fotógrafo. La tía había sido muy lista porque había montado su negocio al lado de una comisaría con mucho movimiento, y la gente no suele tener tiempo para burocracias. De acuerdo, accedí, y me hice la foto sonriendo, pero ésta vez maldiciendo por dentro. Me cago en tus vibraciones, pensaba mientras me colocaba en el taburete. Click.
   Tengo curiosidad por saber si mis malas vibraciones han surtido efecto. No creo que hayan funcionado,.la verdad, porque hace años intentaba ligar por medio del mentalismo y nunca me comí un colín.

lunes, 20 de junio de 2011

MI OTRO MÓVIL

Hace poco me olvidé el móvil en un taxi. Supe que había sido en un taxi porque me había pasado todo el trayecto discutiendo con mi padre por una tontería. Al salir, quise llamarle de nuevo y ya no lo tenía. De modo que, si el taxista era legal, tampoco habría mayor problema. Marqué mi número desde el teléfono fijo de casa. Un tono...dos tonos... tres tonos... y antes de que saliera el buzón, contesté. Sí, contesté yo mismo. ¿Dígame? ¿Rafa? Sí, al aparato, ¿quién es? ¿Cómo que quién soy?, soy yo, Rafa. ¿Qué Rafa? Coño, Rafa, ¿Y tú?...
Juro que no había bebido, pero espero que me creáis si os digo que aquella noche hablé por teléfono conmigo mismo. Mi otro yo estaba tan confundido como yo. Pero vamos a ver ¿desde dónde me llamas?, me dijo. Pues desde casa ¿y tú? Imposible, en casa estoy yo. Venga ya ¿en qué habitación? Estoy en la cocina.
Tonto de mi, fui a la cocina... y allí estaba yo hablando por el móvil mientras sacaba una botella de vino blanco de la nevera. Nos miramos sin dar crédito. Mismo traje, misma corbata...
Yo dije: "pero..."
Él continuo: "entonces..."
Y así nos quedamos como dos auténticos gilipollas, mirándonos y hablándonos vía telefónica. Del susto inicial pasamos a racionalizar la situación y a la tercera botella de Clos dels Fossils llegamos a un acuerdo. Los días pares yo seré tú y los impares tú serás yo. De momento funciona pero me temo lo peor. Se admiten sugerencias.

sábado, 18 de junio de 2011

HELMUT, reseña del escritor José Vaccaro Ruiz

  Antes de la reseña, dejarme expresar mi agradecimiento más sincero.

HELMUT, de Rafael Caunedo. Ediciones Atlantis
Por José Vaccaro Ruiz.
      
  La novela de Rafael Caunedo trata de algo tan simple y a la vez tan complejo como es la vida. Las contingencias, los miedos, fracasos y ambiciones que integran la vida, el acotado espacio-temporal que la constituye y que el autor nos narra de forma a la vez neutra y cercana.

          Sus páginas son recorridas transversalmente, como se dice ahora, por una serie de personajes (Mauro, Hilda, Ale) que se cruzan y se entrecruzan, se acercan y se separan en base a circunstancias aleatorias e impredecibles, contingentes. A esa transversalidad física hay que unir una transversalidad vertical basada en los sentimientos, allí donde se acomodan encuentros y desencuentros, atracciones o repulsiones de una manera casi siempre ilógica (gloriosamente ilógica, diría). Pero siempre, de nuevo la palabra mágica, comparsas de la Vida en mayúscula.

          El devenir de los protagonistas de Helmut recuerda los cuadros o las esculturas de Giacometti. En ellos las trayectorias que observamos en sus figuras no tienen puntos de encuentro, son únicamente contactos tangenciales, porque tangente -cuando no asintótica- es la relación de los seres humanos con los demás. Por encima de manifestaciones grandielocuentes de eternidad, amor o fidelidad hacia aquellos que nos rodean solamente existe –cuando existe- una voluntad débil, egoísta y quebradiza de permanencia que el menor golpe de viento, cualquier palabra a destiempo, la ínfima circunstancia adversa,  puede deshacer.

          La trama de Helmut está compuesta lisa y llanamente –y de forma magistral, hay que decirlo- por la descripción puntual, aquí y ahora y en cada instante de la narración, de un presente omnipotente y autosuficiente que tendrá consecuencias de futuro, pero que es vivido de forma plena, como si fuera el último de los instantes en la existencia de sus personajes. Al decir esto quiero señalar uno de los valores de la novela: la credibilidad y la sinceridad de los protagonistas en sus reacciones, en la forma de encarar la realidad, en cómo se mueven o son llevados por eso que algunos llaman destino y que otros preferimos apellidar como azar.

          Mauro es el personaje principal. Sus deseos y acciones condicionan hasta cierto punto –jamás existe una relación perfecta y lineal de causa/efecto, otro de los mensajes de la novela- a la constelación de personajes que le rodean, de quienes a su vez recibe inputs que le afectan en sus decisiones. La descripción de ese denso entramado interrelacionado es la enjundia de la novela, su razón de ser, su consistencia. 

          El estilo de Rafael Caunedo es abierto y eficaz en cuanto está al servicio de la narración. Pocas, por no decir ninguna, concesiones a una retórica distinta de la que exige la historia. En ocasiones su prosa discurre como un río tranquilo cargado de meandros, y en otras nos golpea con la fuerza de las turbulentas aguas bravas cuando describe sucesos o emociones que percuten en el devenir de los protagonistas. Las licencias gramaticales, cuidadosamente dispersas por el texto, están al servicio de buscar la empatía con el lector para provocar su cercanía.

          Puestos a confesar pálpitos, y aun cuando su tema y entorno esté muy distanciado, me ha traído a la memoria Helmut la Nada de Carmen Laforet. También allí, como en la novela de Caunedo, lo que importa es el devenir de la existencia. La cita que el autor transcribe al acabar el libro: “Tuve otra libertad, la amé con otro nombre”, nos habla precisamente de ese existencialismo y esa imprevisibilidad, de esa fatalidad contenida en cuanto nos acontece y contra la cual poco o nada podemos hacer. Simplemente volviendo la vista atrás, como lamenta o añora esa frase que utiliza Caunedo para rematar su libro, mejor decir para cerrarlo. Pensar, tal vez añorar el pasado imposible, lo otro ya irrecuperable contenido en aquello que tuve o amé con otro nombre. Hay en este sentido, como en toda buena literatura, una reflexión y una mirada compasiva a lo que creemos que hemos dejado perdido, desaprovechado o abandonado por el camino. 

          José Vaccaro Ruiz 

viernes, 17 de junio de 2011

CERRADO POR DEFUNCION


Ayer fui a comprar el periódico como cada mañana. La vida no es más que una sucesión de rutinas, y entre ellas, está Manolo. Llegué a su quiosco y ya de lejos vi que aquello no iba bien. De cerca, lo confirme. CERRADO POR DEFUNCION. Pobre Manolo, ¿que le habrá pasado? Ayer tan normal y hoy está muerto... Filosofía barata y de andar por casa, pero mientras iba hacia el VIPS para mi segunda rutina mañanera, iba pensando en lo poquita cosa que somos. Manolo era un buen tipo, un tío simpático y currante, de esos que nunca sabes por qué está siempre de buen humor si se pasaba el día sentado en un taburete encerrado en un metro cuadrado. Tal vez por eso me caía bien. El caso es que con mi café en la mesa, no podía quitármele de la cabeza. Sus hijos, su mujer, los amigos, los vecinos... la mierda que era esto de palmarla.
No tenía ganas de trabajar, así que fui a la casa de Manolo. Sabía dónde vivía porque cientos de veces quería que conociera a su mujer y cientos de veces había declinado la invitación. Decidí hacerlo ayer y presentarla mis respetos. No es el mejor momento, pero seguro que agradece estar con gente en circunstancias tan tristes, pensé. Era un bajo. Llamé. Me abrió una señora en bata, fumando y con un moño improvisado en lo alto. Perdón, creo que me he equivocado, la dije. ¿Por quién pregunta? Verá, me he enterado de lo de Manolo y he venido a ... Sí, sí, pase, está dentro. Yo nunca había visto un muerto, y cuando me invitó a pasar me empezaron a temblar las piernas. Olía a comida. Pase, está al fondo, yo me quedo aquí en la cocina no se me vayan a quemar las lentejas. Caminaba por el pasillo con sudores frios, asomándome a cada puerta con miedo de verle allí de cuerpo presente. Llegué al final, a lo que parecía ser el salón. Pasé y le vi.
Estaba en pijama, sin afeitar y con cara de legumbre. ¡Manolo!, pero, hombre por Dios... ¿cómo ...? Calle, calle, déjeme solo.
Su mujer me lo explicó todo. Su gato, ese que todos los días compartía ocho horas en su quiosco, había dicho basta. Manolo, apesadumbrado, no lo asumía.

lunes, 13 de junio de 2011

ESE DE AHÍ

Cada vez le asombraba más el reino animal. Su marido, por ejemplo, podía perfectamente ser el protagonista de cualquier documental de La2. A veces, se le quedaba mirando en la piscina, y no entendía cómo podía llevar veinte años casada con aquello. Con lo mono que era cuando le conocí. ¿Cómo es posible que de mono haya pasado a mandril sin que me haya dado cuenta? Le mira mientras intenta darse crema solar en el pecho, sobre esa maraña de pelo y esas tetillas incipientes. ¿Qué queda de ese cabo primera que conocí bailando en las fiestas del pueblo? Le miraba y no se cansaba de preguntarse por qué. Parece que, una vez se casan, los hombres se dejan llevar. Una vez ya tienen la presa, se quedan a expensas de la providencia. Es como si se hubiera abandonado, piensa ella mientras le ve ahuecarse la gomilla del bañador. No entiende por qué se compra los bañadores braga, nunca lo ha entendido. Él dice que le gustan y con eso es suficiente. Ella coge las revistas de la peluquería y las deja abiertas en el salón de casa justo por alguna página dónde aparezca un hombre estupendo, de anuncio, cuidado y oliendo a colonia. Él ignora todo aquello que no diga el Marca. Lo suyo es el fútbol en la televisión. De joven, decía que le gustaba bailar, pero era mentira. Siempre pudo más la partida de dominó en el bar de la plaza. El único riesgo que ha corrido en su vida fue el día que no salió con el seis doble. Su mujer siempre quiso montar una tienda en el pueblo, pero decía que no, que luego, con tanto trabajo, no le daba tiempo a cocinar. Ahora que le mira, tal vez la culpa sea suya por darle tanto de comer. Está gordo, muy gordo, pero él se gusta así. Se da una par de palmadas en la tripa para fardar de salud con sus amigos, otros iguales que él, igual de gordos. Ellas les mira. ¿Dónde están los hombres de las revistas? Su marido no sabe hacer café y la obliga a madrugar para hacérselo. Incluso en vacaciones, como ahora, tiene que levantarse a las seis menos cuarto. ¿He dicho vacaciones? No, sólo fueron un año a Torremolinos, y a él no le gustó. Dijo que el agua de la piscina estaba muy caliente. Él se baña sólo en el pueblo. No se ducha al tirarse en plancha y deja flotando una capilla de sudor con Copertone por el agua. Ella se avergüenza de su marido. Le mira mientras nada. Parece que se va ahogar. Ojalá se ahogue, piensa, aunque al instante le da apuro haberlo hecho. Ese es mi marido, ese de ahí, alguien al que no quiero y del que no puedo huir.

jueves, 9 de junio de 2011

LA CITA

Cuando mi amigo P. y su mujer S. me dijeron que me iban a presentar a una amiga, me temí lo peor. Ya verás, pensaba la noche anterior, seguro que es una tía pesada que se va a pasar toda la cena hablando de sí misma y de su ex marido. Mi amigo P. dice que las divorciadas son las mejores porque no se andan con rodeos. Lo que no sabe P. es que los rodeos son justo lo que más me gusta.
Me dijeron que era médico; vale, lo ideal para un hipocondríaco como yo. Luego me explicaron que practicaba la espeleología; bien, a un claustrofóbico le viene al pelo. Su hobby principal, continuaron, consistía en participar en travesías por el desierto en todo terreno; joder, qué casualidad, mi espalda lo agradecerá.
Estaba claro que la cosa no iba a funcionar. Les pedí que cancelaran la cena, pero para convencerme, P. me mandó una foto al móvil sin comentario alguno. Sí, lo reconozco, era guapa... y por eso acepté. Soy así.
Busqué algo de cuevas en internet para mantener una conversación digna y con sólo mirar las fotos casi me ahogo. Luego leí algo relacionado con la sanidad, con los hospitales, y a los cinco minutos ya tenía sarpullidos en las axilas. Lo mejor será que me empape del París-Dakar, pensé, aunque reconozco que al segundo párrafo ya estaba soñando con una piscina en un hotel de la Toscana.
En la cena confirmé que no tenía nada que ver con ella. Gracias a Dios no sacó el tema de las cuevas y además no hacía más que reírse cada vez que yo le hacía una pregunta sobre mi salud. Fue genial, me lo pasé muy bien. Uno se sorprende al comprobar que no necesariamente tenemos que ser iguales para llevarnos bien.
Fue divertido, sí, pero no hubo nada más, lo siento pero no apareció la "química horizontal". Eso sí, desde entonces es mi uróloga, y pasado mañana tengo mi primera revisión prostática. La verdad, estoy algo nervioso, no creo que me siente a gusto cuando empiece a trajinar. Tal vez debería hablarle de espeleología.

lunes, 6 de junio de 2011

LAS MUJERES EN MOTO

Existen miles de métodos para clasificar los distintos tipos de mujeres. Los hay que se basan en las variadas formas en que colocan sus productos de cosmética. También las define su fondo de armario y su calzado; hay tantos tipos de mujeres como modelos de sandalias.
Yo, desde hace años, empleo uno que no falla: las mujeres son como son, dependiendo de cómo se sienten en la moto.
Un primer tipo es aquella que va sentada ahí arriba, tiesa como un palo, echada hacia atrás todo lo posible, agarrada a la cazadora del piloto con tan sólo dos dedos, como si tuviera reparo tocarle, de esas que en cada frenada, vuelve a colocarse en lo alto del gallinero como si tuviera un resorte. Este tipo de mujer es de armas tomar, desconfiada y celosa de su intimidad.
Las hay que te piden, por favor, que las lleves sin casco. Esta mujer es presumida hasta decir basta y con un presupuesto elevado en peluquería. Mal partido, sin duda.
Las hay que, de momento, ya suben a la moto como si montaran a caballo, con la pierna en alto a lo John Wayne. Después, una vez en la grupa, suelen ir hablando a gritos a través del casco. No les importan los frenazos, aunque son rápidas recobrando la compostura. Son mujeres seguras de sí mismas, algo marimachos, soberbias y, a veces, con pocas luces.
Luego están las peores, las que te ponen el bolso entre medias. No me preguntes por qué, pero no me fío de ellas.
Otro tipo son las que les da igual que aceleres o frenes, el caso es que siempre las tienes pegadas a la espalda. En invierno viene muy bien, pero en verano puede resultar violento para el piloto, porque su sensibilidad es muy alta cuando sólo lleva puesta una fina camiseta de algodón. Estas son desinhibidas, algunas buscan que las invites a cenar, otras simplemente tienen frío. Eso sí, el bolso siempre en bandolera, nunca en medio.
Después está la que te abraza igual que si fuera montada en el dragon Kan. Más de una uña tiene clavada el piloto en el pecho. Mujer miedosa, de la que se piensa dos veces las cosas. Generalmente no monta en la moto por segunda vez.
Por último, está la "echá palante", o sea, la que te pide las llaves.

Hay muchas más clasificaciones. Las que montan con falda y las que no. Las que se miran en el espejo y las que no. Las que les da apuro que se les vea la espalda por detrás. Las que dejan el casco con olor a laca.... un millón. Mis amigos, cuando conocieron a las que hoy son sus mujeres, me pidieron que las diera una vuelta en la moto para después escuchar mi veredicto. Sólo uno me hizo caso.

viernes, 3 de junio de 2011

EL GOLF

Juan y Rafa juegan al golf desde hace años. Entre los dos ostentan el récord en número de horas en hacer los 18 hoyos en varios campos de España y Portugal. Además, uno de ellos es el segundo caso en la historia del golf que se lesiona un codo por un bolazo del compañero. Los dos son voluntariosos pero les falta rigor y seriedad. No se han leído las normas por lo que no son conscientes de las trampas que hacen. Generalmente pasan muy al límite de lo permitido en cuanto a lo estipulado para la indumentaria. Dicen que les gusta el golf, pero estoy convencido que sólo lo hacen para conocer campos y pasear por ellos. Allá dónde van, juegan, pero luego están deseando terminar para tomarse una cervecita en el club.
Son capaces de perder más bolas que nadie y siempre que les ven en el tee de salida, los niños que las recogen"fuera de límites" empiezan a dar saltos de alegría previendo el negocio.
A uno de ellos le suena el carrito, un chirrido de carromato gitano Un cante, vamos.
A Juan y Rafa les molestan (por no decir otra cosa) las prisas. Nunca dejan pasar a los del partido siguiente, generalmente un par de jubilados con un handicap extratosférico. No les gusta compartir partidos, lo hacen siempre solos para poder hablar de sus cosas intrascendentes.
Son capaces de lo mejor y de lo peor, de fallar un putt de un palmo o de embocar desde detrás de un árbol. Una vez cogieron un boogie y les decepcionó por que se pasaron la mañana haciendo eses buscando bolas y esquivando pavos reales.
Uno de ellos tiene querencia por los jardines de los ingleses, es como si tuviera imán. Allá dónde haya un inglés con jardín, allá que va la bola. Menos mal que el inglés de estos dos pájaros está muy por debajo de la Lesson One de los vídeos Follow me del colegio. Un día, un jubilado inglés estuvo a punto de matarles.
En cada tee, hacen apuestas a ver quien de los dos deja la bola más lejos del hoyo.
En fin, a Juan y Rafa no les apasiona el golf pero lo pasan muy bien, se ríen de lo malos que son y además, y esto es lo importante, les hace más amigos. Por eso me gusta jugar con él.

miércoles, 1 de junio de 2011

LA PATINADORA

Hace unos años me enrollé con una patinadora canadiense, en Quebec. No sé qué hacía yo sentado en la grada vacía de aquella pista de hielo (seguramente sólo observar), viendo el entrenamiento de una chica que no paraba de dar saltos por todas partes. Yo, como buen latino, no le quitaba ojo al culo. Siempre me han gustado las piernas de las patinadoras, aunque nunca las había visto de cerca. En general, me encanta la frágil elegancia de sus movimientos y esa sensación de limpieza. No me imagino a una patinadora oliendo a sudor, por ejemplo. En fin, sigamos o me despisto. En una de sus pasadas frente a mí la hice parar. ¿Te importa que te haga fotos? Me miró con cara de "¿y éste quién coño es?" Luego me enteré que fue campeona olímpica por lo que estaba acostumbrada a las fotografías de los pesados como yo. Cuando terminó de entrenar, con la tontería de las fotos, la pregunté si quería verlas. Para que la dejara en paz pronto, dijo que sí. Pobre, lo que no sabía es que luego la iba proponer tomar algo. De pronto empezó a sonreír con malicia y me llevó a un sitio que ella conocía.
Ya en el café, yo la hablaba de España mientras ella no quitaba la mirada de la puerta. Y en un momento determinado, sonrió. De repente oí una voz cavernosa detrás de mí. ¿Y éste quién es? Un canadiense que debía estar subido en unos zancos me miraba desde las alturas. Un amigo español. ¿Un amigo?, ¿y español?, y del empujón que me dio, me mando hasta la barra patinando por el suelo, con tan mala suerte que mi cabeza chocó con la pata de una mesa. Me quedé atontado (un estado bastante habitual en mí).
Cuando desperté, la patinadora me daba aire con la carta del restaurante. ¿Qué ha pasado?, pregunté exagerando el mareo. Me lo explicó compungida. Verás, es mi novio. Le he llamado para hacerle sufrir por cabrón (yo no sabía que las patinadoras decían tacos... pero en francés suenan tan bien...) Le dije que estaba saliendo con un español.
De modo que me había utilizado como cobaya. Lo bueno fue que la patinadora tenía sentimientos, así que me invitó a su casa a cenar. Lo que vino luego me lo reservo, aunque no puedo dejar de comentar que aquellas piernas, de cerca, parecían las de Indurain.