Artículo para CULTURAMAS.
Febrero 2012
M.H. dice ahora que es minimalista, y a ello
se lleva dedicando desde hace meses. Presume de tener ‘poco de todo’, incluidos
los malos recuerdos. Según él, lo negativo abulta mucho, de suerte que ha
desarrollado una técnica por la que es capaz de desterrar lo insano de su
cabeza. Más de una vez le he pedido que me la explique, pero dice que todavía
no estoy preparado, aunque nunca me justifica los motivos.
Su minimalismo lo hace parecer diferente a los
demás, no sólo por la escasez de vestuario, monocromático y funcional, sino
también porque cree vivir sin dependencias. Para M.H., los objetos generan
dependencia. Me achaca que compro cosas innecesarias y que la mayoría de las
veces lo hago inducido por la propia sociedad y por la publicidad. Se reconoce
detractor de la teoría del “me voy a dar un capricho”. Para él, los caprichos
muestran la debilidad humana y su insensatez. A veces, pienso que se trata de
una pose. El caso es que vive solo en una casa indepeniente, no muy grande pero
bien distribuida, rodeada de un jardín sin árboles. Apenas tiene muebles, no sé
si por convicción minimalista o porque se los quedó su mujer después del
divorcio. Es una casa impersonal, como un hotel de hormigón.
A M.H. no le gustan las fotos, odia los
marquitos con fotos. Su cabeza ha dejado de estar diseñada para las fotos. Las
paredes están desnudas, tan blancas y lisas como su
obscena voluntad de olvidar todo. Así, de la casa familiar no conserva nada. La
gente guarda muebles horribles sólo por emotividad, me explica, sin saber que
la emotividad sólo sirve para almacenar polvo y mugre. Él se siente mejor
rodeado de espacios diáfanos, asépticos. Por eso en su casa siempre tengo la
sensación de frío.
Todo para él es prescindible, por eso me
sorprendo cuando no veo libros. Después del divorcio, los regaló todos a la
biblioteca del pueblo. En su lugar me enseñó un e-reader. Mira, mi nueva
biblioteca.
M.H. dice que deberíamos deshacernos de muchas
cosas. Hoy estoy en casa con gripe, y con 39 grados he ido paseando en busca de
algo que tirar. Es verdad que es una casa un poco caótica. Los niños no son un
prodigio de orden y sus habitaciones parecen las de potenciales enfermos del síndrome
de Diógenes. Son niños. Cromos, lápices mordidos, el cargador de la Nintendo
enchufado pero sin la Nintendo, la escalera de la litera en equilibrio
precario, la lámpara de leer torcida y pintada… hay miles de hojas
pintarrajeadas, pero la verdad es que no quiero tirar nada. Por el salón hay
fotos en blanco y negro, cojines mordidos por el perro, un piano con la afinación
pendiente y huellas de Nocilla en la pantalla de la tele. En fin, una casa con
vida. Pienso en M.H. y me da un poco de pena, tal vez porque parece vivir en
una nevera. Será que siento rechazo ante los fanatismos, pero nunca me he
movido bien en los extremos.
Muy interesante tu artículo, Rafa.
ResponderEliminarComparto tu opinión de vivir la vida rodeada de objetos. He intentado mil veces deshacerme de ellos, pero no puedo, al menos en estos momentos. Claro que hay que entender también a M.H.si es que quiere comenzar de nuevo.
Besitos